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lunes, 30 de diciembre de 2013
CAPÍTULO 13 - ROSA: CONVERSACIÓN TELEFÓNICA
Yo opino
que es normal que estemos todos así
en el pueblo: ¿o no es la felicidad
lo más importante? ¿Y no viene, en muchas
ocasiones, con la
risa? A mí, Palotti me encanta, no veas
cuánto. Y lo mejor es que no imaginaba
que vendría: ha sido una sorpresa
magnífica. Sí. Sí, claro, por
lo del circo, que levantaron las funciones
y se marcharon. Mira: mejor. Él sabe
que aquí le queremos, y también él
nos quiere, lo ha dicho
hace dos años, la última vez
que estuvo. Que sí, mujer, que
sí. Si te apetece me lo
dices, y te compro un par, así lo sacas
al Ricard, que se distraiga un poco y converse con
Marc. Bueno, él
callado como siempre, ya sabes. Conmigo no es
que hable mucho, más bien lo suyo
es la jardinería; y este año
no ha sido muy bueno en eso, pero él
es hombre de costumbres. Vale, me dices
algo. A ti también, guapa.
lunes, 9 de diciembre de 2013
CAPÍTULO 10 - JULIA: ANTES DE ESCRIBIR
Antes de escribir
nada, sería bueno saberlo: ¿qué tengo? Una conversación
confusamente halagadora en el Cráter, la sonrisa ambigua
de un boxeador desconocido —un motociclista
pálido guiándome en la noche, extendiéndome
un trozo de papel tras el cual seguir
buscando: aquello que yo misma hago
cada viernes
para el periódico de aquí. Insisto: ¿qué tengo?
¿Estoy impresionada por una muerte, por un esternón
roto, o por el modo en que Bernat señalaba una luz
titilando en lo alto del monte? Debo olvidarlo
todo, recordar
lo importante, volver al circo (anoto: buscar
bibliografía sobre los transhumantes, los
despojados, los
asesinos nómadas) penetrar el jardín de
Carmen; medir
la intensidad de las señales, hablar con
el forense. Otra
taza de café frente al ordenador; pregunto: ¿es cierto
lo que se comentaba
de Carmen? ¿Se comentaba algo de ella? Mi pelo
se ha resecado desde que estoy aquí en
este pueblo, giro
las puntas con la mano izquierda, mientras la derecha
sigue haciendo dibujos simétricos en una hoja
de papel: un chinito
que fuma frente al espejo, un gato —visto
desde arriba— caminando sobre una cuerda. El viernes
debo tener una versión más clara
de todo esto, debo explicarlo.
nada, sería bueno saberlo: ¿qué tengo? Una conversación
confusamente halagadora en el Cráter, la sonrisa ambigua
de un boxeador desconocido —un motociclista
pálido guiándome en la noche, extendiéndome
un trozo de papel tras el cual seguir
buscando: aquello que yo misma hago
cada viernes
para el periódico de aquí. Insisto: ¿qué tengo?
¿Estoy impresionada por una muerte, por un esternón
roto, o por el modo en que Bernat señalaba una luz
titilando en lo alto del monte? Debo olvidarlo
todo, recordar
lo importante, volver al circo (anoto: buscar
bibliografía sobre los transhumantes, los
despojados, los
asesinos nómadas) penetrar el jardín de
Carmen; medir
la intensidad de las señales, hablar con
el forense. Otra
taza de café frente al ordenador; pregunto: ¿es cierto
lo que se comentaba
de Carmen? ¿Se comentaba algo de ella? Mi pelo
se ha resecado desde que estoy aquí en
este pueblo, giro
las puntas con la mano izquierda, mientras la derecha
sigue haciendo dibujos simétricos en una hoja
de papel: un chinito
que fuma frente al espejo, un gato —visto
desde arriba— caminando sobre una cuerda. El viernes
debo tener una versión más clara
de todo esto, debo explicarlo.
lunes, 18 de noviembre de 2013
CAPÍTULO 07 - QUIM: REFLEXIONES DESDE EL OBSERVATORIO
De nuevo en casa: aquí arriba —sin nada que pueda
distraerme— todo
se comprende mejor. Digamos, por ejemplo, el aire: ¿qué
se puede decir del aire? Que está rancio, y que no
es el que toca en esta época. Y que eso no lo sabe la gente
del pueblo: ellos viven del aire y no serían capaces de adivinar
que inhalan y exhalan la misma masa inmóvil
desde hace días. Pero hay más: el modo en que las temperaturas
circulan allí, y el miedo, y la superstición
del dinero y de la existencia, todo eso está girando
sobre sí mismo; y si me lo preguntaran
diría que el pueblo se parece a un microondas gigante. La verdad
es que Carmen ha muerto de eso; aunque también de asfixia
beatífica, como dicen; y también, por dejarlo más claro
ha recibido una presión torácica constante
al menos durante tres minutos, antes de ahogarse. Y aún hay
más: desde aquí arriba también veo las
estrellas. ¿Qué dicen las estrellas? ¿Y qué dice la luna? ¿Explican
de algún modo las manchas en la piel
de Carmen? Y al mirar nuevamente
hacia abajo, vuelvo a ver dos perros, recorriendo
los callejones, los suburbios
donde otra vez el pueblo se disuelve en pastizales
quemados. Y más
perros, alrededor del descampado donde antes
hubo un circo, y ahora
un círculo en la tierra, con la imagen de un pez
trazada sobre el barro fresco, muy cerca
de las casetas móviles.-
distraerme— todo
se comprende mejor. Digamos, por ejemplo, el aire: ¿qué
se puede decir del aire? Que está rancio, y que no
es el que toca en esta época. Y que eso no lo sabe la gente
del pueblo: ellos viven del aire y no serían capaces de adivinar
que inhalan y exhalan la misma masa inmóvil
desde hace días. Pero hay más: el modo en que las temperaturas
circulan allí, y el miedo, y la superstición
del dinero y de la existencia, todo eso está girando
sobre sí mismo; y si me lo preguntaran
diría que el pueblo se parece a un microondas gigante. La verdad
es que Carmen ha muerto de eso; aunque también de asfixia
beatífica, como dicen; y también, por dejarlo más claro
ha recibido una presión torácica constante
al menos durante tres minutos, antes de ahogarse. Y aún hay
más: desde aquí arriba también veo las
estrellas. ¿Qué dicen las estrellas? ¿Y qué dice la luna? ¿Explican
de algún modo las manchas en la piel
de Carmen? Y al mirar nuevamente
hacia abajo, vuelvo a ver dos perros, recorriendo
los callejones, los suburbios
donde otra vez el pueblo se disuelve en pastizales
quemados. Y más
perros, alrededor del descampado donde antes
hubo un circo, y ahora
un círculo en la tierra, con la imagen de un pez
trazada sobre el barro fresco, muy cerca
de las casetas móviles.-
lunes, 11 de noviembre de 2013
CAPÍTULO 06 - BORIS: UNA CARTA PARA LENKA
Estaba buscando algo más que el olor de
la pólvora y que mi casco verde, y mi
jersey con el número siete; acostumbrado
a la velocidad y la amnesia —pero no esto. Es
raro —siempre creí
desear unas noches así, besarte bajo el neón del circo,
inventar un pasado en el que
nadie pudiera capturarnos con un truco de la memoria. Y en cambio
debo dejar el pueblo. Pensaré en ti la próxima vez que
esté dentro del cañón, y la siguiente. Y te recordaré
como la verdadera dueña del perfume
aquel, el que todo lo cura. Lenka: espero que jamás me
rechaces, ni a mis palabras (¿recuerdas? "yo
me enfrento al demonio...") que terminan aquí, en
el próximo verso, sin decir
nada más.
lunes, 4 de noviembre de 2013
CAPÍTULO 05 - BERNAT: PRIMERAS DECLARACIONES
Esos que hacen rugir las motos, esos
no hacen nada más que practicar
sus miradas; mírelos: lo han aprendido
todo, antes de saber ninguna cosa
útil. Una raya en el cromo puede acabar con ellos. Eso,
o una leve traición en el tono de voz, que delate
sus 17 o 18 años mal disfrazados. Esos no son hombres
que pudieran planear un asesinato; ni mucho menos intervenir
frecuencias paralelas, campos de gravedad — no imaginan siquiera
lo que eso pueda ser. Claro que voy
con ellos, y que se dicen "Los Cabros", hasta es cierto
que soy lo que podríamos llamar su jefe; pero es es algo
que ahora no lo comprendería usted. Apenas
sígame: lo que debe buscar es a alguien como
yo, pero no yo, alguien
que parezca otra cosa, que ordene sin levantar la voz, incluso
sin hablar. ¿Ve usted esos carromatos gigantes? ¿Ve esos
tipos sentados en sus sillas plegables, sobre el terreno ralo, empantanado
por la lluvia de anoche, haciendo como si jugaran
naipes y bebieran? Esos
ya no están allí; o no son ellos, o hay algo que no llego
a entender: ya han desmontado la carpa, y desde hace un par
de días ya no hay función. ¿Por qué no se ha marchado el circo aún?
¿Ve usted a aquél hombre con un anillo, ese a quien los perros
no dejan ni a sol ni a sombra? ¿Sabe quién es? Ahora le pido que olvide
a Los Cabros por un momento, y todas esas historias
de adolescentes: yo lo conozco y estoy seguro de que usted
también. Pero venga, acompáñeme por el camino comarcal
apenas un instante. Voy a mostrarle algo
que le interesará.
no hacen nada más que practicar
sus miradas; mírelos: lo han aprendido
todo, antes de saber ninguna cosa
útil. Una raya en el cromo puede acabar con ellos. Eso,
o una leve traición en el tono de voz, que delate
sus 17 o 18 años mal disfrazados. Esos no son hombres
que pudieran planear un asesinato; ni mucho menos intervenir
frecuencias paralelas, campos de gravedad — no imaginan siquiera
lo que eso pueda ser. Claro que voy
con ellos, y que se dicen "Los Cabros", hasta es cierto
que soy lo que podríamos llamar su jefe; pero es es algo
que ahora no lo comprendería usted. Apenas
sígame: lo que debe buscar es a alguien como
yo, pero no yo, alguien
que parezca otra cosa, que ordene sin levantar la voz, incluso
sin hablar. ¿Ve usted esos carromatos gigantes? ¿Ve esos
tipos sentados en sus sillas plegables, sobre el terreno ralo, empantanado
por la lluvia de anoche, haciendo como si jugaran
naipes y bebieran? Esos
ya no están allí; o no son ellos, o hay algo que no llego
a entender: ya han desmontado la carpa, y desde hace un par
de días ya no hay función. ¿Por qué no se ha marchado el circo aún?
¿Ve usted a aquél hombre con un anillo, ese a quien los perros
no dejan ni a sol ni a sombra? ¿Sabe quién es? Ahora le pido que olvide
a Los Cabros por un momento, y todas esas historias
de adolescentes: yo lo conozco y estoy seguro de que usted
también. Pero venga, acompáñeme por el camino comarcal
apenas un instante. Voy a mostrarle algo
que le interesará.
lunes, 14 de octubre de 2013
CAPÍTULO 02 - QUIM: AL BAJAR AL PUEBLO
El domingo
a mediodía bajo al pueblo, dejo la camioneta
en el inmenso parking del hipermercado —donde
el muchacho de la gorra blanca me saluda
y prosigue su ronda, entre cientos de marcas en el cemento
que indican dónde deberían estacionarse todos esos
vehículos que nunca llegarán hasta aquí— y tomo
de la guantera mi cuaderno, y mis gafas
de sol; y salgo. Importa poco
cargar el cajón de madera con el tomate, y la
lechuga roble, y los espárragos, de una punta a la otra
del vecindario: el domingo
se parece a este perro que ahora cruza la calle
—entre incrédulo y somnoliento— con esa laxitud
que la muerte admite en sus tareas. Primero veo a Bernat,
y a los otros que, apoyados en sus motos, conversan sin demasiado ánimo
con las chicas de la piscina: bajo un olmo, Bernat
le alcanza un cigarrillo a una de ellas, y veo el humo subir
por los rayos de sol que se filtran
entre las ramas. También esto
sucede en la misma luz acuosa e indolente. Y después es Lenka
quien me mira desde la barra de la pizzería: levanta
la cabeza, y vuelve
a concentrarse en el vapor con que quita las manchas
de las copas. Ahora sé —al pasar
con mi caja frente a la iglesia, donde algunos vecinos
despiden a la señora Llobet— que la causa de todo
es la Gran Mancha Roja de Júpiter, y al caminar
es esa convicción la que ordena a cada paso
las legumbres. Me detengo, no para saludar
a un cuerpo que ya nos ha abandonado, sino por ver
del otro lado de la calle, la explanada
donde el circo comienza a desmontar sus lonas, consciente
de lo poco que queda por hacer en el pueblo, nada.
a mediodía bajo al pueblo, dejo la camioneta
en el inmenso parking del hipermercado —donde
el muchacho de la gorra blanca me saluda
y prosigue su ronda, entre cientos de marcas en el cemento
que indican dónde deberían estacionarse todos esos
vehículos que nunca llegarán hasta aquí— y tomo
de la guantera mi cuaderno, y mis gafas
de sol; y salgo. Importa poco
cargar el cajón de madera con el tomate, y la
lechuga roble, y los espárragos, de una punta a la otra
del vecindario: el domingo
se parece a este perro que ahora cruza la calle
—entre incrédulo y somnoliento— con esa laxitud
que la muerte admite en sus tareas. Primero veo a Bernat,
y a los otros que, apoyados en sus motos, conversan sin demasiado ánimo
con las chicas de la piscina: bajo un olmo, Bernat
le alcanza un cigarrillo a una de ellas, y veo el humo subir
por los rayos de sol que se filtran
entre las ramas. También esto
sucede en la misma luz acuosa e indolente. Y después es Lenka
quien me mira desde la barra de la pizzería: levanta
la cabeza, y vuelve
a concentrarse en el vapor con que quita las manchas
de las copas. Ahora sé —al pasar
con mi caja frente a la iglesia, donde algunos vecinos
despiden a la señora Llobet— que la causa de todo
es la Gran Mancha Roja de Júpiter, y al caminar
es esa convicción la que ordena a cada paso
las legumbres. Me detengo, no para saludar
a un cuerpo que ya nos ha abandonado, sino por ver
del otro lado de la calle, la explanada
donde el circo comienza a desmontar sus lonas, consciente
de lo poco que queda por hacer en el pueblo, nada.
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