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lunes, 20 de enero de 2014

CAPÍTULO 16 - QUIM: ALREDEDOR DE LO MISMO

Vivir entre veinte

y treinta mil días: ¿le parece a usted

poco

o mucho? La vida de un hombre

equivale aproximadamente a la de tres

caballos; la de un caballo, a

la de tres perros: y sin embargo, las matemáticas

mienten: ¿no

lo cree usted así? Hay algo inconmensurable

en cada ser; eso, y no

que tuviera 36 años

fue lo que pensé cuando murió Lila. La gente del pueblo

supone que vivo atormentado, que me siento

culpable

del accidente. ¿Importa

que no sea eso, sino la dentención de todo

cuanto ella era

lo que me intriga? Soy uno, diciendo

de mí mismo: esto

soy. Y ellos 

prefieren otro Quim, uno

abatido, contando los insectos que se posan

en el techo, las piedras puntiagudas, los huesos

de un animal muerto. Somos

algo distinto de esos veinte o treinta mil

días; ¿exactamente

qué?

lunes, 14 de octubre de 2013

CAPÍTULO 02 - QUIM: AL BAJAR AL PUEBLO

El domingo

a mediodía bajo al pueblo, dejo la camioneta

en el inmenso parking del hipermercado —donde

el muchacho de la gorra blanca me saluda

y prosigue su ronda, entre cientos de marcas en el cemento

que indican dónde deberían estacionarse todos esos

vehículos que nunca llegarán hasta aquí— y tomo

de la guantera mi cuaderno, y mis gafas

de sol; y salgo. Importa poco

cargar el cajón de madera con el tomate, y la

lechuga roble, y los espárragos, de una punta a la otra

del vecindario: el domingo

se parece a este perro que ahora cruza la calle

—entre incrédulo y somnoliento— con esa laxitud

que la muerte admite en sus tareas. Primero veo a Bernat, 

y a los otros que, apoyados en sus motos, conversan sin demasiado ánimo

con las chicas de la piscina: bajo un olmo, Bernat

le alcanza un cigarrillo a una de ellas, y veo el humo subir

por los rayos de sol que se filtran

entre las ramas. También esto

sucede en la misma luz acuosa e indolente. Y después es Lenka

quien me mira desde la barra de la pizzería: levanta 

la cabeza, y vuelve

a concentrarse en el vapor con que quita las manchas

de las copas. Ahora sé —al pasar

con mi caja frente a la iglesia, donde algunos vecinos

despiden a la señora Llobet— que la causa de todo

es la Gran Mancha Roja de Júpiter, y al caminar

es esa convicción la que ordena a cada paso 

las legumbres. Me detengo, no para saludar 

a un cuerpo que ya nos ha abandonado, sino por ver

del otro lado de la calle, la explanada

donde el circo comienza a desmontar sus lonas, consciente

de lo poco que queda por hacer en el pueblo, nada.