lunes, 14 de octubre de 2013

CAPÍTULO 02 - QUIM: AL BAJAR AL PUEBLO

El domingo

a mediodía bajo al pueblo, dejo la camioneta

en el inmenso parking del hipermercado —donde

el muchacho de la gorra blanca me saluda

y prosigue su ronda, entre cientos de marcas en el cemento

que indican dónde deberían estacionarse todos esos

vehículos que nunca llegarán hasta aquí— y tomo

de la guantera mi cuaderno, y mis gafas

de sol; y salgo. Importa poco

cargar el cajón de madera con el tomate, y la

lechuga roble, y los espárragos, de una punta a la otra

del vecindario: el domingo

se parece a este perro que ahora cruza la calle

—entre incrédulo y somnoliento— con esa laxitud

que la muerte admite en sus tareas. Primero veo a Bernat, 

y a los otros que, apoyados en sus motos, conversan sin demasiado ánimo

con las chicas de la piscina: bajo un olmo, Bernat

le alcanza un cigarrillo a una de ellas, y veo el humo subir

por los rayos de sol que se filtran

entre las ramas. También esto

sucede en la misma luz acuosa e indolente. Y después es Lenka

quien me mira desde la barra de la pizzería: levanta 

la cabeza, y vuelve

a concentrarse en el vapor con que quita las manchas

de las copas. Ahora sé —al pasar

con mi caja frente a la iglesia, donde algunos vecinos

despiden a la señora Llobet— que la causa de todo

es la Gran Mancha Roja de Júpiter, y al caminar

es esa convicción la que ordena a cada paso 

las legumbres. Me detengo, no para saludar 

a un cuerpo que ya nos ha abandonado, sino por ver

del otro lado de la calle, la explanada

donde el circo comienza a desmontar sus lonas, consciente

de lo poco que queda por hacer en el pueblo, nada. 



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