Estoy aquí, en el borde
de un escalón, titubeante, esperando que mengüe
mi tos para poner el pie en el siguiente
escalón; y ya llevo
algún tiempo, según dice mi hijo Rafael: "Venga, papa, que nos vamos
a casa". Qué gris se ha puesto el cielo, Carmen. Este cielo, mira,
es que no vale nada. Ya te avisaré
yo, cuando haga bueno, y los chicos se vayan a desbrozar el campo, y vuelvan
a la mesa, los tres juntos, a comer tu pà
amb tomaquet. Mujer:
si tú estuvieras, no dejarías que me lleven así, y me den
todas esas pastillas, ni que hagan
tantas mediciones con radares en casa. Voy dormido, Carmen. Pero aún
entiendo lo que dicen de ti; hablan de asfixia beatífica y de superficies
sombreadas, y escuchan mi respiración. Mi única ventaja
es poder detenerme así, en este escalón, a ver el toldo verde y
azul del circo, con su estrella roja, aunque Francisco, es decir,
Rafael, me tome del brazo y me diga que nos vamos
a casa: ¿qué casa, hijo mío? ¿Que no ves que tu madre
ha muerto? Por momentos
se hace un gran silencio en mi cabeza, y parece
que se adentrara en otro más profundo, y más
definitivo que el de la muerte. Me sorprende ser yo
quien siga vivo, y me asusta, también.
lunes, 28 de octubre de 2013
lunes, 21 de octubre de 2013
CAPÍTULO 03 - LENKA: NO ES CIERTO
No es cierto que estuviera todo el día en la cama, con el pulmón
pidiendo más descanso. Qué nada. Carmen paseaba por la casa,
contando y explicando cada desplazamiento. Yo
no soy nadie, como le dije a Bernat
cuando vino a querer saber más: "Bernat,
yo era gimnasta, pero estos brazos
los tengo de fregar las bandejas, los platos... Me distraigo
y se cae una copa: ¿eso es poco?" Entonces se fue con
su tabaco; yo sigo limpiando aquí
y después veo pasar a Quim con la caja, y su pose
es la del hombre nuclear. No es que sea
malo, ni nada, sólo está dominado por sus
cosas, todo
lo de allá arriba lo tiene girándose los ojos. Decía de Carmen: que era eso
lo que hacía en su casa, yo: un trinxat, el polvo
de los aparadores, las colchas a la tintorería. "Lenka; ¿oi que te he dicho
que no laves los pisos hasta el sábado?" El sábado
no llegó nunca para ella, y al volver al sitio estaba
todo cerrado, y ya no tengo que lavar el piso. La semana
pasada fuimos de compras, nos pintamos, me regaló un pañuelo que después
Boris —el hombre bala del circo— usó conmigo
una noche. Ahora no sé
dónde ha quedado nada de lo que sucedió antes del jueves, no me gusta
cuando pasan cosas, porque te hacen preguntas.
lunes, 14 de octubre de 2013
CAPÍTULO 02 - QUIM: AL BAJAR AL PUEBLO
El domingo
a mediodía bajo al pueblo, dejo la camioneta
en el inmenso parking del hipermercado —donde
el muchacho de la gorra blanca me saluda
y prosigue su ronda, entre cientos de marcas en el cemento
que indican dónde deberían estacionarse todos esos
vehículos que nunca llegarán hasta aquí— y tomo
de la guantera mi cuaderno, y mis gafas
de sol; y salgo. Importa poco
cargar el cajón de madera con el tomate, y la
lechuga roble, y los espárragos, de una punta a la otra
del vecindario: el domingo
se parece a este perro que ahora cruza la calle
—entre incrédulo y somnoliento— con esa laxitud
que la muerte admite en sus tareas. Primero veo a Bernat,
y a los otros que, apoyados en sus motos, conversan sin demasiado ánimo
con las chicas de la piscina: bajo un olmo, Bernat
le alcanza un cigarrillo a una de ellas, y veo el humo subir
por los rayos de sol que se filtran
entre las ramas. También esto
sucede en la misma luz acuosa e indolente. Y después es Lenka
quien me mira desde la barra de la pizzería: levanta
la cabeza, y vuelve
a concentrarse en el vapor con que quita las manchas
de las copas. Ahora sé —al pasar
con mi caja frente a la iglesia, donde algunos vecinos
despiden a la señora Llobet— que la causa de todo
es la Gran Mancha Roja de Júpiter, y al caminar
es esa convicción la que ordena a cada paso
las legumbres. Me detengo, no para saludar
a un cuerpo que ya nos ha abandonado, sino por ver
del otro lado de la calle, la explanada
donde el circo comienza a desmontar sus lonas, consciente
de lo poco que queda por hacer en el pueblo, nada.
a mediodía bajo al pueblo, dejo la camioneta
en el inmenso parking del hipermercado —donde
el muchacho de la gorra blanca me saluda
y prosigue su ronda, entre cientos de marcas en el cemento
que indican dónde deberían estacionarse todos esos
vehículos que nunca llegarán hasta aquí— y tomo
de la guantera mi cuaderno, y mis gafas
de sol; y salgo. Importa poco
cargar el cajón de madera con el tomate, y la
lechuga roble, y los espárragos, de una punta a la otra
del vecindario: el domingo
se parece a este perro que ahora cruza la calle
—entre incrédulo y somnoliento— con esa laxitud
que la muerte admite en sus tareas. Primero veo a Bernat,
y a los otros que, apoyados en sus motos, conversan sin demasiado ánimo
con las chicas de la piscina: bajo un olmo, Bernat
le alcanza un cigarrillo a una de ellas, y veo el humo subir
por los rayos de sol que se filtran
entre las ramas. También esto
sucede en la misma luz acuosa e indolente. Y después es Lenka
quien me mira desde la barra de la pizzería: levanta
la cabeza, y vuelve
a concentrarse en el vapor con que quita las manchas
de las copas. Ahora sé —al pasar
con mi caja frente a la iglesia, donde algunos vecinos
despiden a la señora Llobet— que la causa de todo
es la Gran Mancha Roja de Júpiter, y al caminar
es esa convicción la que ordena a cada paso
las legumbres. Me detengo, no para saludar
a un cuerpo que ya nos ha abandonado, sino por ver
del otro lado de la calle, la explanada
donde el circo comienza a desmontar sus lonas, consciente
de lo poco que queda por hacer en el pueblo, nada.
lunes, 7 de octubre de 2013
CAPÍTULO 01 - QUIM: LA TEMPORADA DE LAS HORMIGAS HA TERMINADO
La temporada de las hormigas ha terminado; comienza
octubre, y el frío
las hace retroceder, abandonar la crestas
de los rosales al final de la tarde, bajar desganadamente
por los surcos de las encinas, donde la savia todavía conserva su sabor, y
su viscosidad. Ahora buscarán
un refugio seguro, después de otro verano en el que, una vez
más, han salido
victoriosas y multiplicadas, y han llenado sus arcas de la dulzura del
melón y el frescor del tomillo y la
ginesta. El invierno
es un presagio que se deja olfatear en el horizonte; y ellas
—que hace pocas semanas dominaban su mundo
conocido, como si de la redonda vastedad de una calabaza
se tratara— hacen llegar el mensaje
hasta los últimos puestos en la avanzada de cada huerta. No hacen
mal: también nosotros
nos preparamos para la aridez del
Empordà, nos despedimos de ellas como guardamos la regadera y la
azada; sin rencor y sin haber
pretendido reordenar los ciclos, alejarlas, con
plaguicidas, de los frutos —en un ciego
egoísmo que sólo provocaría su
terquedad en seguir siendo hormigas, además de arruinar la labor del
verano, agregando a las hortalizas
una amargura incomparable. Es por eso que ahora —mientras en las
montañas comienza a silbar la Tramontana
que enloquece a las bestias, y sólo
los alimoches desafían las alturas con las últimas
fuerzas de las corrientes térmicas— al observar con falsa indiferencia
el repliegue incesante; me pregunto: el fin de la temporada
de las hormigas; ¿nos prepara a nosotros también para el
invierno o, mejor,
para la soledad?
octubre, y el frío
las hace retroceder, abandonar la crestas
de los rosales al final de la tarde, bajar desganadamente
por los surcos de las encinas, donde la savia todavía conserva su sabor, y
su viscosidad. Ahora buscarán
un refugio seguro, después de otro verano en el que, una vez
más, han salido
victoriosas y multiplicadas, y han llenado sus arcas de la dulzura del
melón y el frescor del tomillo y la
ginesta. El invierno
es un presagio que se deja olfatear en el horizonte; y ellas
—que hace pocas semanas dominaban su mundo
conocido, como si de la redonda vastedad de una calabaza
se tratara— hacen llegar el mensaje
hasta los últimos puestos en la avanzada de cada huerta. No hacen
mal: también nosotros
nos preparamos para la aridez del
Empordà, nos despedimos de ellas como guardamos la regadera y la
azada; sin rencor y sin haber
pretendido reordenar los ciclos, alejarlas, con
plaguicidas, de los frutos —en un ciego
egoísmo que sólo provocaría su
terquedad en seguir siendo hormigas, además de arruinar la labor del
verano, agregando a las hortalizas
una amargura incomparable. Es por eso que ahora —mientras en las
montañas comienza a silbar la Tramontana
que enloquece a las bestias, y sólo
los alimoches desafían las alturas con las últimas
fuerzas de las corrientes térmicas— al observar con falsa indiferencia
el repliegue incesante; me pregunto: el fin de la temporada
de las hormigas; ¿nos prepara a nosotros también para el
invierno o, mejor,
para la soledad?
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