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lunes, 21 de abril de 2014

CAPÍTULO 27 - ISABEL: EN EL AVIÓN, PRIMEROS PENSAMIENTOS

Despegarse del suelo

para entrar en esta suspendida comarca de la ausencia,



mi no estar

en la isla, junto a Pedro y los chicos,

en como una extraña desviación del rumbo de las constelaciones:

un inverosímil suceder aparecido en la bóveda del cielo.



Nada de esto es real, ni esas nubes debajo

ni el asiento al que aún permanezco sujeta

ni la memoria



abstracta de la muerte de Carmen.



Carmen,

             en expulsión definitiva de sí msima,

con la asfixia entrándole

por boca y por nariz

como en las de un conejo hundidas en coñac.



Nada que lo anunciara, fuerte y gozosa de todo como era.



Ahora que voy revelando su rostro de mujer en mis propias facciones,

tan parecidas ambas a mamá

como avatares de una sola imagen.



Y aquellas frutas que me daba cuando yo era una niña:

las brevas en su tiempo,

los arándanos,



tan dulces y jugosas

                              las naranjas de ombligo.



En la isla las hay pero nunca me prodigaron aquel gusto de sol,

aquel caudal de miel, la sensación de estar saboreando un fruto hecho por Dios.



Qué hará oncle Carles ahora con los árboles, la luz de las mañanas

sobre campos y huertos,

y con la servidumbre de su vida confinada a su mala mitad.

lunes, 2 de diciembre de 2013

CAPÍTULO 09 - ISABEL: EN EL MUELLE, DE NOCHE


Esas sensaciones familiares: todo el día han estado las abejas

pecorando, zumbando entorpecidas

bajo la vibración del sol; obstinadas entre los pajonales, esos

que dan la miel más suave y cristalina, y abundante cosecha. La isla

ardía de

luz, reverberaba

en un espacio hecho como de agua más

blanca sobre el agua; los chicos metían sus risas en el río, saltaban

salpicando la orilla, Pedro

preparaba el asado, como cada domingo.

Y el mate iba de su mano a la mía en tranquilo diálogo.

El mundo era eso: el crepitar de la leña, el olor

de la carne serenamente asándose, la complacencia del día.

Luego

la voz en el teléfono, lejana, diciendo que la tía,

que Carmen, había muerto

 por asfixia beatífica. Y, qué

extraño, la palabra beatífica me hizo sentir bien durante unos segundos, sin alcanzar

aún lo de su muerte. Ahora

el agua golpea rítmicamente contra los pilotes y

la escalerita del embarcadero, la lancha

se mece, lenta, sobre la viscosa oscuridad del río, las magnolias esparcen su ámbar

en la noche

y el saxo de Stan Getz llega desde la casa.

El tiempo no nos sobra.

No acostumbrarme nunca, es todo lo que pido.