Despegarse del suelo
para entrar en esta suspendida comarca de la ausencia,
mi no estar
en la isla, junto a Pedro y los chicos,
en como una extraña desviación del rumbo de las constelaciones:
un inverosímil suceder aparecido en la bóveda del cielo.
Nada de esto es real, ni esas nubes debajo
ni el asiento al que aún permanezco sujeta
ni la memoria
abstracta de la muerte de Carmen.
Carmen,
en expulsión definitiva de sí msima,
con la asfixia entrándole
por boca y por nariz
como en las de un conejo hundidas en coñac.
Nada que lo anunciara, fuerte y gozosa de todo como era.
Ahora que voy revelando su rostro de mujer en mis propias facciones,
tan parecidas ambas a mamá
como avatares de una sola imagen.
Y aquellas frutas que me daba cuando yo era una niña:
las brevas en su tiempo,
los arándanos,
tan dulces y jugosas
las naranjas de ombligo.
En la isla las hay pero nunca me prodigaron aquel gusto de sol,
aquel caudal de miel, la sensación de estar saboreando un fruto hecho por Dios.
Qué hará oncle Carles ahora con los árboles, la luz de las mañanas
sobre campos y huertos,
y con la servidumbre de su vida confinada a su mala mitad.
Mostrando entradas con la etiqueta Isabel. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Isabel. Mostrar todas las entradas
lunes, 21 de abril de 2014
lunes, 2 de diciembre de 2013
CAPÍTULO 09 - ISABEL: EN EL MUELLE, DE NOCHE
Esas sensaciones familiares: todo el día han estado las abejas
pecorando, zumbando entorpecidas
bajo la vibración del sol; obstinadas entre los pajonales, esos
que dan la miel más suave y cristalina, y abundante cosecha. La isla
ardía de
luz, reverberaba
en un espacio hecho como de agua más
blanca sobre el agua; los chicos metían sus risas en el río, saltaban
salpicando la orilla, Pedro
preparaba el asado, como cada domingo.
Y el mate iba de su mano a la mía en tranquilo diálogo.
El mundo era eso: el crepitar de la leña, el olor
de la carne serenamente asándose, la complacencia del día.
Luego
la voz en el teléfono, lejana, diciendo que la tía,
que Carmen, había muerto
por asfixia beatífica. Y, qué
extraño, la palabra beatífica me hizo sentir bien durante unos segundos, sin alcanzar
aún lo de su muerte. Ahora
el agua golpea rítmicamente contra los pilotes y
la escalerita del embarcadero, la lancha
se mece, lenta, sobre la viscosa oscuridad del río, las magnolias esparcen su ámbar
en la noche
y el saxo de Stan Getz llega desde la casa.
El tiempo no nos sobra.
No acostumbrarme nunca, es todo lo que pido.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)