Despegarse del suelo
para entrar en esta suspendida comarca de la ausencia,
mi no estar
en la isla, junto a Pedro y los chicos,
en como una extraña desviación del rumbo de las constelaciones:
un inverosímil suceder aparecido en la bóveda del cielo.
Nada de esto es real, ni esas nubes debajo
ni el asiento al que aún permanezco sujeta
ni la memoria
abstracta de la muerte de Carmen.
Carmen,
en expulsión definitiva de sí msima,
con la asfixia entrándole
por boca y por nariz
como en las de un conejo hundidas en coñac.
Nada que lo anunciara, fuerte y gozosa de todo como era.
Ahora que voy revelando su rostro de mujer en mis propias facciones,
tan parecidas ambas a mamá
como avatares de una sola imagen.
Y aquellas frutas que me daba cuando yo era una niña:
las brevas en su tiempo,
los arándanos,
tan dulces y jugosas
las naranjas de ombligo.
En la isla las hay pero nunca me prodigaron aquel gusto de sol,
aquel caudal de miel, la sensación de estar saboreando un fruto hecho por Dios.
Qué hará oncle Carles ahora con los árboles, la luz de las mañanas
sobre campos y huertos,
y con la servidumbre de su vida confinada a su mala mitad.
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