El domingo
a mediodía bajo al pueblo, dejo la camioneta
en el inmenso parking del hipermercado —donde
el muchacho de la gorra blanca me saluda
y prosigue su ronda, entre cientos de marcas en el cemento
que indican dónde deberían estacionarse todos esos
vehículos que nunca llegarán hasta aquí— y tomo
de la guantera mi cuaderno, y mis gafas
de sol; y salgo. Importa poco
cargar el cajón de madera con el tomate, y la
lechuga roble, y los espárragos, de una punta a la otra
del vecindario: el domingo
se parece a este perro que ahora cruza la calle
—entre incrédulo y somnoliento— con esa laxitud
que la muerte admite en sus tareas. Primero veo a Bernat,
y a los otros que, apoyados en sus motos, conversan sin demasiado ánimo
con las chicas de la piscina: bajo un olmo, Bernat
le alcanza un cigarrillo a una de ellas, y veo el humo subir
por los rayos de sol que se filtran
entre las ramas. También esto
sucede en la misma luz acuosa e indolente. Y después es Lenka
quien me mira desde la barra de la pizzería: levanta
la cabeza, y vuelve
a concentrarse en el vapor con que quita las manchas
de las copas. Ahora sé —al pasar
con mi caja frente a la iglesia, donde algunos vecinos
despiden a la señora Llobet— que la causa de todo
es la Gran Mancha Roja de Júpiter, y al caminar
es esa convicción la que ordena a cada paso
las legumbres. Me detengo, no para saludar
a un cuerpo que ya nos ha abandonado, sino por ver
del otro lado de la calle, la explanada
donde el circo comienza a desmontar sus lonas, consciente
de lo poco que queda
por hacer en el pueblo, nada.
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