Estoy aquí, en el borde
de un escalón, titubeante, esperando que mengüe
mi tos para poner el pie en el siguiente
escalón; y ya llevo
algún tiempo, según dice mi hijo Rafael: "Venga, papa, que nos vamos
a casa". Qué gris se ha puesto el cielo, Carmen. Este cielo, mira,
es que no vale nada. Ya te avisaré
yo, cuando haga bueno, y los chicos se vayan a desbrozar el campo, y vuelvan
a la mesa, los tres juntos, a comer tu pà
amb tomaquet. Mujer:
si tú estuvieras, no dejarías que me lleven así, y me den
todas esas pastillas, ni que hagan
tantas mediciones con radares en casa. Voy dormido, Carmen. Pero aún
entiendo lo que dicen de ti; hablan de asfixia beatífica y de superficies
sombreadas, y escuchan mi respiración. Mi única ventaja
es poder detenerme así, en este escalón, a ver el toldo verde y
azul del circo, con su estrella roja, aunque Francisco, es decir,
Rafael, me tome del brazo y me diga que nos vamos
a casa: ¿qué casa, hijo mío? ¿Que no ves que tu madre
ha muerto? Por momentos
se hace un gran silencio en mi cabeza, y parece
que se adentrara en otro más profundo, y más
definitivo que el de la muerte. Me sorprende ser yo
quien siga vivo, y me asusta, también.
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