La temporada de las hormigas ha terminado; comienza
octubre, y el frío
las hace retroceder, abandonar la crestas
de los rosales al final de la tarde, bajar desganadamente
por los surcos de las encinas, donde la savia todavía conserva su sabor, y
su viscosidad. Ahora buscarán
un refugio seguro, después de otro verano en el que, una vez
más, han salido
victoriosas y multiplicadas, y han llenado sus arcas de la dulzura del
melón y el frescor del tomillo y la
ginesta. El invierno
es un presagio que se deja olfatear en el horizonte; y ellas
—que hace pocas semanas dominaban su mundo
conocido, como si de la redonda vastedad de una calabaza
se tratara— hacen llegar el mensaje
hasta los últimos puestos en la avanzada de cada huerta. No hacen
mal: también nosotros
nos preparamos para la aridez del
Empordà, nos despedimos de ellas como guardamos la regadera y la
azada; sin rencor y sin haber
pretendido reordenar los ciclos, alejarlas, con
plaguicidas, de los frutos —en un ciego
egoísmo que sólo provocaría su
terquedad en seguir siendo hormigas, además de arruinar la labor del
verano, agregando a las hortalizas
una amargura incomparable. Es por eso que ahora —mientras en las
montañas comienza a silbar la Tramontana
que enloquece a las bestias, y sólo
los alimoches desafían las alturas con las últimas
fuerzas de las corrientes térmicas— al observar con falsa indiferencia
el repliegue incesante; me pregunto: el fin de la temporada
de las hormigas; ¿nos prepara a nosotros también para el
invierno o, mejor,
para la soledad?
Increíble. Un abismarse. Gracias, Aníbal, por este caleidoscopio.
ResponderEliminarGracias a vos, Daniela. Ojalá lo que sigue (que es bastante) no te decepcione.
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