Me hizo pasar, me pidió que
me siente: "siéntese, señorita", dijo. Lo había imaginado
más delgado, más envejecido
por la muerte de Carmen. "Usted debe haber oído
muchas cosas, ¿no es así? Pues no crea
tanto
en lo que puedan decirle. Yo mismo: ¿le parezco
un hombre digno de confianza? En cualquier caso,
le hablaré de dos perros", dijo. Y dijo
que se llamaban Pastor
y Castor, y que eran ovejeros. "Muertos
en marzo, los dos. Fíjese, los dos
en una noche. Albert
no supo explicarnos cómo: no es lógico, con tanto
aire como hay en este mundo, que dos perros
se asfixien en un jardín, ¿no es
cierto?" Miré por la ventana, se veían
los destellos del sol entre las hojas
de una higuera; Carles me llamó
la atención: "Beba su café, señorita; no hay nada
que usted pueda ver allí, o al menos
no de día". Le pregunté si sentía
temor
por permanecer en aquella casa. "Juzga usted
mal; olvida que a mi edad
el temor y la curiosidad
raramente son motivos de peso", dijo.
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