Esos que hacen rugir las motos, esos
no hacen nada más que practicar
sus miradas; mírelos: lo han aprendido
todo, antes de saber ninguna cosa
útil. Una raya en el cromo puede acabar con ellos. Eso,
o una leve traición en el tono de voz, que delate
sus 17 o 18 años mal disfrazados. Esos no son hombres
que pudieran planear un asesinato; ni mucho menos intervenir
frecuencias paralelas, campos de gravedad — no imaginan siquiera
lo que eso pueda ser. Claro que voy
con ellos, y que se dicen "Los Cabros", hasta es cierto
que soy lo que podríamos llamar su jefe; pero es es algo
que ahora no lo comprendería usted. Apenas
sígame: lo que debe buscar es a alguien como
yo, pero no yo, alguien
que parezca otra cosa, que ordene sin levantar la voz, incluso
sin hablar. ¿Ve usted esos carromatos gigantes? ¿Ve esos
tipos sentados en sus sillas plegables, sobre el terreno ralo, empantanado
por la lluvia de anoche, haciendo como si jugaran
naipes y bebieran? Esos
ya no están allí; o no son ellos, o hay algo que no llego
a entender: ya han desmontado la carpa, y desde hace un par
de días ya no hay función. ¿Por qué no se ha marchado el circo aún?
¿Ve usted a aquél hombre con un anillo, ese a quien los perros
no dejan ni a sol ni a sombra? ¿Sabe quién es? Ahora le pido que olvide
a Los Cabros por un momento, y todas esas historias
de adolescentes: yo lo conozco y estoy seguro de que usted
también. Pero venga, acompáñeme por el camino comarcal
apenas un instante. Voy a mostrarle algo
que le interesará.
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