De nuevo en casa: aquí arriba —sin nada que pueda
distraerme— todo
se comprende mejor. Digamos, por ejemplo, el aire: ¿qué
se puede decir del aire? Que está rancio, y que no
es el que toca en esta época. Y que eso no lo sabe la gente
del pueblo: ellos viven del aire y no serían capaces de adivinar
que inhalan y exhalan la misma masa inmóvil
desde hace días. Pero hay más: el modo en que las temperaturas
circulan allí, y el miedo, y la superstición
del dinero y de la existencia, todo eso está girando
sobre sí mismo; y si me lo preguntaran
diría que el pueblo se parece a un microondas gigante. La verdad
es que Carmen ha muerto de eso; aunque también de asfixia
beatífica, como dicen; y también, por dejarlo más claro
ha recibido una presión torácica constante
al menos durante tres minutos, antes de ahogarse. Y aún hay
más: desde aquí arriba también veo las
estrellas. ¿Qué dicen las estrellas? ¿Y qué dice la luna? ¿Explican
de algún modo las manchas en la piel
de Carmen? Y al mirar nuevamente
hacia abajo, vuelvo a ver dos perros, recorriendo
los callejones, los suburbios
donde otra vez el pueblo se disuelve en pastizales
quemados. Y más
perros, alrededor del descampado donde antes
hubo un circo, y ahora
un círculo en la tierra, con la imagen de un pez
trazada sobre el barro fresco, muy cerca
de las casetas móviles.-
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