Antes de escribir
nada, sería bueno saberlo: ¿qué tengo? Una conversación
confusamente halagadora en el Cráter, la sonrisa ambigua
de un boxeador desconocido —un motociclista
pálido guiándome en la noche, extendiéndome
un trozo de papel tras el cual seguir
buscando: aquello que yo misma hago
cada viernes
para el periódico de aquí. Insisto: ¿qué tengo?
¿Estoy impresionada por una muerte, por un esternón
roto, o por el modo en que Bernat señalaba una luz
titilando en lo alto del monte? Debo olvidarlo
todo, recordar
lo importante, volver al circo (anoto: buscar
bibliografía sobre los transhumantes, los
despojados, los
asesinos nómadas) penetrar el jardín de
Carmen; medir
la intensidad de las señales, hablar con
el forense. Otra
taza de café frente al ordenador; pregunto: ¿es cierto
lo que se comentaba
de Carmen? ¿Se comentaba algo de ella? Mi pelo
se ha resecado desde que estoy aquí en
este pueblo, giro
las puntas con la mano izquierda, mientras la derecha
sigue haciendo dibujos simétricos en una hoja
de papel: un chinito
que fuma frente al espejo, un gato —visto
desde arriba— caminando sobre una cuerda. El viernes
debo tener una versión más clara
de todo esto, debo explicarlo.
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